El pedestal de Marimontes.
La excursión estaba organizada; ese mes estaba resultando duro climatológicamente. Tan sólo me hacía falta lo más importante: la autorización de mi padre. El día elegido prometía ser húmedo, así que las trabas posibles por cuestiones laborales se disipaban. Lo otro... lo otro era lo más complicado. -¿Cómo le explicaba los motivos del viaje?-.
Era el más pequeño de tres hermanos, los mayores resultaban ser aplicados en los estudios.
-Si el niño no quiere estudiar tajo tiene, decía. ¡Como anillo al dedo le viene al nene el negocio!. ¡No veis que no quiere…! y el maestro dice que listo es, pero vago y muy "despistao", también.
Ahí erradicaba la otra cuestión, cómo convencer a mi progenitor de que iba a Córdoba solo; bueno, solo no, con uno de mi edad, pero seguro que para él era igual; y a visitar un museo, un museo de piedras viejas. Cómo le hago ver que eso era compatible con mi poco interés por el estudio de las matemáticas y la gramática. Susto, era lo que tenía; al final la cosa no resultó tan complicada. -¡Pero nada de autoestop!. ¡Te vas en la catalana!. Pienso que le daba igual qué clase de museo procedía a visitar. Me lo permitió, seguro, para que me fuese espabilando.
Mientras me iba escuché a mi madre decir: ¡Esas ideas de las antigüedades se las mete Juan Mendoza!. Desde luego, el viejo funcionario de correos y heredero del Condado de la Palma, Juanito Mendoza, sabía del viaje. "Decía no poseer el título que le correspondía oficialmente por no tener dinero para apañar el papeleo". Me había preparado en el reverso de una papeleta no utilizada de las elecciones recién celebradas de 1977 el nombre de algunas piezas arqueológicas procedentes de esta localidad, que por lo visto habían sido requisadas al Ayuntamiento por parte del personal del Museo Arqueológico Provincial. - El toro ibérico que hay en el patio de la iglesia no consiguieron llevárselo porque nos dio tiempo a ocultarlo- me explicaba sonriendo. Todas esas historias policíacas no hacían sino ampliar el halo mágico creado en torno a algunas piezas.
-Tiene que estar el león de piedra en la segunda sala, una estatua de Venus en mármol y una lápida funeraria de color rosáceo en la tercera...- y no sé cuantas más cosas me apuntó.
-¡Si no las ves pregunta al vigilante!. Pero a mí lo que verdaderamente me llamaba la atención era el pedestal de la sacerdotisa. -¿Preguntar?. ¿Qué voy a preguntar yo? -me decía para mis adentros.
-¡A ver si se lo van a llevar a Madrid y les vamos a perder la pista!.
Juanito Mendoza, "Conde de la Palma", era un erudito de historia local; era capaz de recitar los hechos ocurridos en la batalla de Munda al dedillo, tal y cómo lo escribió Menéndez Pidal en su Historia de España. Administraba una pequeña estantería de tres baldas situada en la biblioteca municipal, en ella cohabitaban 3000 años de historia; si contábamos un hacha de pedernal en el elenco, los años se multiplicaban.
Nos adentramos en un laberinto de callejuelas sombrías. -¿Seguro que tú sabes?.-Si hombre, contestaba. Todo nos llamaba la atención. Mi amigo, sonriendo, decía: ¡No mires para todos los lados con tanto asombro, que se van a dar cuenta que somos de pueblo-, y después soltaba una carcajada.
De repente, se hizo la luz; cuando salimos a aquel espacio abierto. La plaza donde se encontraba el museo nos dejó perplejos; rociados por el suelo en el entorno de la puerta de entrada y en el jardincito existente delante del edificio: basas, trozos de grandes columnas y capiteles de mármol. Todo esto nos hacía vislumbrar lo que encontraríamos dentro.
Devorábamos con la mirada las primeras vitrinas. Nos decíamos de vez en cuando el uno al otro. -¡Vamos, que aún nos quedan un montón de salas!. Lo más importante para los dos era la época romana, aunque no nos mantuvimos despreocupados por las estatuas de animales de época Ibérica.
Yo iba obsesionado por un pedestal que algún día muy lejano había soportado la estatua de Rufina, aquella importante sacerdotisa que se había ganado el respeto de los habitantes de la antigua Osca y otras ciudades indígenas colindantes, tanto como para costearle un monumento que le haría perpetua hasta nuestros tiempos.
Le preguntaba yo a mi mentor por la estatua: ¿no se sabe, aun, nada de ella?. ¿No estaba al lado de él cuando apareció?. Tan sólo se sabía que había sido encontrada en el paraje cercano, conocido por Ízcar, un siglo antes, que se trasladó a Castro y que se instaló a la entrada del pueblo como soporte de una gran Cruz de piedra. El monumento era conocido por la cruz de Mari Montes. "Si el pedestal me llenaba de curiosidad, no lo era menos el nombre".
El museo albergaba tantas cosas que a cada paso elegía una nueva pieza como la preferida.
En mis visitas posteriores ya no sentí jamás la misma atracción por el pedestal; aunque siempre perdurará aquella primera emoción en mi cabeza. La estela ibérica de Gamarrilla-Ategua se ganó todas mis atenciones, y la de mi mente. Un guerrero ibérico me incitaba a imaginar gestas en este mundo y en la inmensidad del extenso más allá.